El absolutismo puede definirse como un sistema de gobierno en el cual el poder reside en una única persona que manda sin rendir cuentas a un parlamento o la sociedad en general. El absolutismo fue muy usual desde el siglo XVI hasta la primera mitad del XIX, cuando diversas revoluciones lo derrocaron. El concepto hace referencia a las monarquías absolutas que gobernaron Europa entre los siglos XVI al XVIII. Los orígenes del absolutismo tienen lugar en Francia, donde se desarrolló la teoría del derecho divino del poder real. Esta postura supone que ciertas personas han sido elegidas por Dios para ejercer el gobierno.
Bajo
esta forma de gobierno, el rey es la ley, ya que es quien decide qué cosas y
cómo pueden hacerse. Las leyes son dictadas de acuerdo a sus intereses y a los
de la nobleza, que aconseja al rey aunque éste siempre tome la última decisión.
Por lo general, el rey absolutista mantiene un trato paternal con el pueblo,
aunque muestra su despotismo cada vez que es necesario. El rey absolutista
ocupa su trono de manera vitalicia. El poder es hereditario: cuando muere el
rey, su hijo ocupa su lugar.
Más
allá de que el poder se centralice en una única persona, el régimen absolutista
cuenta con burócratas y funcionarios públicos que se encargan del correcto
funcionamiento del sistema, embajadores y delegados que firman tratados
comerciales y de guerra con otras regiones y un ejército que mantiene el orden.
Existe
una frase que se ha hecho sumamente famosa y que define claramente este
concepto. Dice “El Estado soy yo” y se le ha adjudicado a Luis XIV de Francia
quien estaba tranquilo en su trono pues sabía que no existían límites jurídicos
ni de ninguna otra índole que se interpusieran entre sus ideas y la práctica de
las mismas.
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